miércoles, 20 de agosto de 2008


¿Era otoño? No lo sé. Y supongo que quien estaba junto a mí tampoco; porque nunca fue un fanático de lo nuestro como yo, ni de nuestras fechas, ni de nuestros encuentros; todo cubierto bajo mil excusas trilladas.
Ni siquiera de esas tardes eternas mirando el cielo pensando en “nada”. El “nada” más hermoso que he vivido.
Hubo algo en él. Algo distinto, algo… ¿atrayente, quizá?
Suena “Eres” de Café Tacuba, y este sillón está particularmente duro. No como cuando nos sentábamos los dos. O a lo mejor era que el olor de su pelo y la fragancia de su cuello era una inyección de morfina para mí, y no sentía nada más. Nada que no proviniera de él.
“Soy el que quererte quiere como nadie soy”. Con este tema es inevitable pensar en el día en que me dijo adiós por primera vez…
…Fue horrible. Jamás en mi vida sentí mi corazón partirse como se partió aquella tarde, como un espejo cualquiera, sin dejar espacio a la esperanza. Es que siempre he sido así, de corazón fácil. “El que por ti daría la vida, ese soy”.
Era noviembre, recuerdo; estaba sentada en el pasto intentando leer. Él aún no llegaba y como de costumbre eso creaba en mí una “depresión” momentánea.
De pronto, cuando por fin lograba concentrarme en la lectura, se abrió la puerta y pasó él como si el sol lo obligara a no mirarme y el viento a no detenerse.
Tonta e ingenua nací, y como bien dicen por ahí “Genio y figura hasta la sepultura”. Lo seguí hasta el pasillo del colegio, lo vi entrar al baño y esperé afuera. Al salir, me miró, hizo un gesto con la ceja, bajó la cabeza y se dirigió a su sala. Quedé de pie, gélida, quién sabe cuánto tiempo, sin poder asimilar ese desaire sin la excusa trillada de siempre.
Me acomodo, y siento este sillón indescriptiblemente molesto. Me recuesto en el contiguo, que me trae mejores recuerdos.
Es que él era tan cambiante, supongo que fueron sus abruptos gestos de cariño y de disgusto los que me cautivaron. Tenía una voz melodiosa que se complementaba con los rítmicos latidos de mi corazón cuando estaba a su lado. De piel blanca, melena café y corazón traicionero. Unos ojos marrón intenso que divulgaban una vida dura y triste, aunque tratara de disimular todo con esa sonrisa, la que me mataba. Era especial y única, una sonrisa que jamás había visto y que jamás veré nuevamente…Tan amplia, tan pura, tan sincera. Pocas veces faltaba en su rostro aquella sorprendente característica. Sólo se esfumaba cuando hablaba de su familia. Por eso, evitábamos el tema.
¿Para qué arruinar esos eternos silencios incómodos, pero placenteros, por una estupidez?
Porque, efectivamente, nunca llegó el día en que nos pudiésemos mirar a los ojos en silencio, sin sentir esa necesidad de decir cualquier cosa. Porque nunca hubo confianza, nunca.
“Aquí estoy a tu lado y espero aquí sentado hasta el final.”Cuando reaccioné, ya habían tocado el timbre de recreo. Miré a su sala, pero nunca salió. Lo esperé la tarde entera… aún lo sigo haciendo.
¿La razón de su espantoso desaire? Otras piernas, que lo cautivaron en menos de una semana. ¿Y yo?, ¿dónde quedaba mi corazón enamorado hace ya cuatro meses? A él no le importó, pero esa sonrisa me sigue persiguiendo hasta el día de hoy.
“No te has imaginado lo que por ti he esperado, pues eres lo que yo amo en este mundo, eso eres.”
No puedo cerrar los ojos tranquila, porque de inmediato lo diviso, observándome con esa cara de torpe inocencia y esos ojos de seductora seguridad.
Él se amaba. Yo lo amaba. Él me amaba. O por lo menos eso decía.
Pero esa sonrisa prófuga de cualquier sentimiento, fue la que me mató las ganas de volver a amar.
Pero el tiempo pasa y el corazón olvida. Aunque sea a la fuerza.
Poco hay de ese hombre, que hasta el día de hoy no recuerde.
Me levanto del sillón y me dirijo a casa, mientras Diego Torres inunda mis oídos con “usted”.
Camino un par de cuadras y logro divisar la blanca y extensa entrada de mi casa.
Me paro frente a ella tratando de recordar mi acción siguiente.
- Las llaves - Pienso y meto la mano a mi bolsillo por inercia. No estaban.
Abro la mochila, y en uno de mis fallidos intentos de encontrarlas, cae un cuaderno de tapa verde apio.
Sin tomar atención, lo levanto y lo dejo en mi mano mientras la otra trata torpemente de encontrar las preciadas llaves.
- ¡Aquí están! - Digo en voz alta con emoción, mirando instintivamente hacia atrás para asegurarme que nadie escuchó.
Cierro la mochila, cambio el cuaderno de mano y abro la puerta.
Por un segundo siento orgullo de mi hazaña diaria, pero como siempre, se me pasa al dar el primer paso.
“Usted me ha dicho tantas cosas que jamás podré olvidar”, suena fuerte en mis oídos, como si la música, fuera testigo de mi actual estado anímico.
Entro a la casa, voy directamente a mi pieza, arrojo la mochila, veo el cuaderno en mi mano y lo tiro a la cama.
“Le agradezco que haya sido todo lo que fue”.
Abro la ventana y enciendo un cigarro.
Recuerdo que fue lo que me hizo tan adicta a este olor.
Sencillamente los abrazos después de clases, buscándonos las bocas pensando que así podríamos anestesiar el dolor espiritual, por un segundo siquiera.
“Porque algo en mi cambio, porque algo en mi sembró”. Y así fue.
“Porque usted ha domado lo que nadie en mi domo”. Y seguirá siendo, hasta que el tiempo se apiade de mi corazón, y de tu vanidad. Y nos devuelva las sonrisas, que perdimos ese otoño.
¿Era otoño? Era agosto. Era invierno.
"Agosto"
Concurso literario
Mayo, 2008.-